Pamplona, España.- 7 de julio.  (Diario de Navarra) A cara o cruz se la jugó Román con un toraco de Cebada Gago al que dejó crudo en el caballo y con el que se jugó la vida en una faena indómita por la agria sequedad de su embestida, por ese quedarse quieto tan suyo y por el estoconazo en el que se zambulló literalmente en la anatomía del burel. A cara o cruz en el momento supremo y tremendo volteretón de salvaje violencia. Román, como un pelele, voló por los aires y quedó a merced del toro en el suelo, sorteando el devenir de los pitones que merodearon su cuello. Increíblemente salió por sus pies hasta desvanecerse en manos de sus banderilleros. Pero la estocada quedó enterrada hasta los rubios y el toro se derrumbó muerto a sus pies. Flamearon los pañuelos y con ellos la oreja de ley. La moneda que lanzó Román salió de cara; un milagro más de estas fiestas de toros y hombres, de sangre, valentía y honor.

El rubio torero valenciano paseó la oreja y se fue a la enfermería a restaurar su cuerpo en la medida en la que la ciencia médica de urgencia puede recomponer semejante desaguisado. Ya no salió hasta el sexto, que parecía el buque insignia de la VI Flota; Punterito era un toro monumental de proa a popa y con la mirada de acidez barojiana que otorga la edad y la experiencia, y además, parecía que se había leído los episodios nacionales, y las cervantinas novelas ejemplares.

Pero Román sonreía a sabiendas de lo que tenía por delante. El cebada no dejó apenas ningún resquicio para el lucimiento a pesar de alguna embestida medianamente potable por el pitón izquierdo mediada la faena. El toro repitió con más codicia que en redondo pero costaba un mundo quedarse en el sitio para ligar. Así que la faena se vino abajo perezosamente y la puerta grande se desvaneció entre el desconsuelo del matador y la indiferencia de los tendidos.

Al toro melocotón que abrió la corrida le faltó vigor y le sobró la sosería que pregonaban sus ojillos indolentes. La cara suele ser el espejo del alma y en su caso una verdad melancólica. Noble a secas, sin entrega ni humillación con el que Juan Bautista sacó su toreo cartesiano; capote y muleta como si fueran escuadra y cartabón en una faena absolutamente técnica y diseñada con inusitada precisión de ingeniero. El matador arlesiano no necesitó despeinarse para torear con una suavidad que contrastaba con el fulgor un tanto apagado de los tendidos de sol. Todo lo que hizo, desde la delicada apertura en tablas hasta las series en redondo, rezumó oficio mas no pasión y la cosa quedó en tablas, como si fuera una partida de ajedrez entre un maestro de Azerbaiyán y un discípulo de los arrabales de Moscú.

Otra cosa fue en el cuarto, de voluptuosas velas y de codiciosa embestida. El galo, igualmente frío que en su primero, decidió escabullirse y se fue de la faena. Aquí no hubo tablas, el cárdeno ganó una batalla que careció de estrategia porque el francés no quiso pelea.

Javier Jiménez dispuso de un lote muy complejo. El espectacular cárdeno ojinegro pedía el carnet y el torero sevillano hizo un esfuerzo para que no le punteara la muleta con su incómodo calamocheo. No era fácil sujetar una embestida repetidora que se descomponía al tocar las telas. Y lo logró en varias series con la mano derecha manejando la pañosa con singular precisión.

El quinto fue un sobrero de Salvador García Cebada absolutamente imposible. Su pitones se movían al compás de un nervioso molinillo y no permitió otra cosa que lidiarlo con dignidad.

Foto: diariodenavarra.es