Para aprovechar este pasajero confinamiento, forzado por el peligroso brote del coronavirus, no está de más el meterse a los libros y recordar cómo fue tuvo sus inicios la Fiesta de los Toros, sobre todo refrescar el conocimiento de cuáles eran las actividades que se realizaban y que después dieron origen a lo que sabemos que es el toreo en nuestro país.

Gracias a la obra del siempre bien recordado, el licenciado Heriberto Lanfranchi, en el tomo I de “La Fiesta Brava en México y en España”, nos habla del juego de cañas y otras diversiones privativas de la nobleza en los siglos XVI y XVII.

“Las corridas de toros casi nunca fueron un espectáculo autónomo durante los siglos XVI y XVII y se acompañaban generalmente de otros regocijos propios de la época como los juegos de cañas, de alcancías, de sortija, torneos escaramuzas, justas, mascaradas y encamisadas.

Aunque nuestro interés por el festejo taurino es el principal, conviene describir lo que eran dicho regocijos, ya caducos todos ellos, excepto las escaramuzas que ahora son una suerte charra y, por lo tanto, desconocidos en el siglo XX.

En el juego de cañas participaban varias cuadrillas de caballeros que se enfrentaban armados con cañas o varas. Cada cuadrilla se formaba d seis o más caballeros, todos vestidos uniformemente con libreas (uniforme compuesto por una levita con chaleco y un pantalón, generalmente corto hasta la rodilla y medias) confeccionadas al afecto y se reunían a la fecha indicada de antemano con sus adversarios en una plaza.

Después del saludo de rigor en el centro de ella, cada cuadrilla ocupaba su sitio en los extremos; se armaba de cañas, se protegía con sus adargas (especie de escudo de cuero más ligero que los habituales y de forma acorazonada u ovalada); se aprestaba al combate y empezaba el juego.

Una de las cuadrillas recorría velozmente que le separaba de la que en suerte le había tocado atacar y que por lo general se encontraba en el lado opuesto de la plaza para arrojarle las cañas cuando ya estaba próxima a ella, pero sin aminorar la velocidad de las cabalgaduras y teniendo el equipo o cuadrilla contraria que esquivarlas con sus adargas.

Terminada la lluvia de cañas, la cuadrilla ofensora emprendía rápida retirada, siendo a su vez perseguida por la cuadrilla contraria. Los nuevos caballeros atacantes arrojaban sus cañas e intervenía en esos momentos una tercera cuadrilla en defensa de la primera.

El juego proseguía, turnándose en el papel de ofensores y ofendidos las diferentes cuadrillas participantes, quedando eliminados los caballeros que eran alcanzados por una de las cañas.

Había jueces especialmente designados que vigilaban la acción y exigían cierto orden en el juego. Es posible, no obstante, que el carácter amistoso de la diversión se abandonara con frecuencia y que ya acalorados los ánimos, los caballeros, heridos en su amor propio, empuñaban las armas verdaderas para enfrascarse en tremendas batallas de las que resultarían heridos e incluso muertos.

Tales incidentes debían ser frecuentes, ya que aún hoy en día se emplea frecuentemente el dicho que apunta ‘las cañas se volvieron lanzas’, cuando se quiere indicar que lo que en principio fue juego inocente, se convirtió en feroz lucha al enojarse entre ellos los participantes”, mismo refrán por cierto cuando un torero, tras estar apurado en la faena, se acomoda y realiza la gran faena, diciéndose que “cambió las lanzas por cañas”. El siguiente escrito será sobre otros de los regocijos ya apuntados.

 

DATO

En el juego de cañas participaban varias cuadrillas de caballeros que se enfrentaban armados con cañas o varas